Las crónicas de Bernhard. Segunda parte: el héroe prófugo

La luna ya había ocupado su lugar en los cielos. Bernhard se había vendado la herida; sus intentos por hacer fuego eran infructuosos, la leña recogida en el bosque estaba mojada; las desnudas hayas eran testigos mudos de su frustración. Paró un momento para descansar las manos, le empezaban a doler y también la herida del brazo. Miró el cielo azul cobalto, vagamente visible entre las nubes. Oscurecía con rapidez y necesitaba fuego para no pasar frio, pero el círculo de piedras que había reunido seguía carente de hoguera.

Unos pasos sobre la hojarasca hicieron que se pusiera de pie con velocidad felina. Dos hombres asomaron por la espesura, el uniforme de legionarios le tranquilizó.

—Saludos, ciudadano —dijo el más alto, aunque ambos eran hispanos, y por lo tanto más bajos que nuestro joven guerrero—. Lamento tener que informarle de que su montura queda requisada en nombre de la legión. Ordenes del legado.

Maldita sea, como si ya no tuviera suficientes problemas; pensó  Bernhard. Pero algo no iba bien. Los detalles son importantes; le decía constantemente su padre. Observó durante unos segundos a los dos hombres, sus túnicas estaban roídas y desgastadas, incluso malamente zurcidas en algunos sitios; uno llevaba el cordón de la caligae roto, unido a la otra parte con un nudo; ningún oficial del ejército romano mandaría soldados a interactuar con la población local llevando esas trazas. Una palabra acudió como un relámpago a la mente del joven visigodo; desertores. Intentado con todas sus fuerzas no dar muestras de haberse dado cuenta,  Bernhard desvió imperceptiblemente la mirada hacia las raíces donde descansaba su espada, tres metros; tan cerca y tan lejos, reflexionó. Tendría que recurrir a una treta.

—Está bien, ahora lo desato y os lo… Cuidado, una víbora —dijo señalando la hojarasca a los pies de los legionarios.

Instintivamente los solados se quedaron como estatuas, escrutando nerviosos en suelo.  Bernhard cogió una piedra de gran tamaño con ambas manos, la levantó mientras seguía con los ojos puestos en el supuesto ofidio.

—Quietos —murmuraba mientras se acercaba despacio.

Cuando estuvo lo suficiente cerca estrelló con gran fuerza la roca en la cabeza del legionario más grande, si no hubiera llevado el casco le habría partido el cráneo como una nuez. El soldado se tambaleó apenas un segundo antes de caer inconsciente, pero fue suficiente tiempo para que el visigodo le arrebatara la lanza y se pusiera en posición defensiva.

—Loco, desafías el poder del ejército romano —dijo el soldado alzando el escudo y poniendo la lanza en ristre.

—No, desafío a sus desertores. Ahora solo quedamos tú y yo —respondió el joven.

—Deberías de hacer mejor las cuentas, visigodo. Mira a tu derecha.

Bernhard miró por el rabillo del ojo, sin dejar de tener controlado al soldado. En las sombras detrás de un gran arbusto, había un tercer legionario con un arco preparado apuntando al joven.

La tensión era extrema; Bernhard no sabía qué hacer. Entonces un caballo atravesó a galope el arbusto arrollando al arquero, parándose cerca del legionario que quedaba en pie.

La irrupción del jinete desconcertó a los dos adversarios, Bernhard lo observo durante unos segundos, intentando distinguir de quien se trataba, pero en la oscuridad de la noche, sin una fuente de luz, y con el cielo encapotado, solo se le distinguía la silueta.

                — ¿Teodoro? ¿Eres tú? —dijo el jinete acercándose aún más al legionario.

— Hild, Hija de Athalfuns ¿Eres tú? —dijo moviendo solo los ojos para fijarse en la amazona, sin perder de vista a su enemigo.

La presencia de su prometida desconcertó aun más a Bernhard, después de lo que había pasado que hacía allí.

— ¿Os conocéis? —dijo después de tomarse unos segundos para asimilar que lo que estaba ocurriendo.

—Como sabes mi padre es mercader. Teodoro tiene una taberna cerca de Malaca; y le provenía de productos del norte. Son buenos amigos —aclaró la chica.

—los vándalos saquearon y quemaron mi taberna. Me enrole en la legión, porque el reclutador me aseguró un sueldo justo y estable, y tierras al finalizar el servicio. Pero las pagas  se retrasan cada vez más, las tierras se las quedan los bárbaros que se hacen federados. El imperio se derrumba, y no voy a quedar aplastado bajo sus ruinas. Estos dos piensan igual, por eso desertamos —explicó el hispano.

Acordaron formalizar las presentaciones cuando el soldado inconsciente se despertase. Hild desmontó y se acerco a Bernhard.

                —Déjame mirarte eso —le dijo señalando los vendajes que tenía el joven en el brazo—. Sabes que siempre se me ha dado bien curarte.

Bernhard se lo pensó unos segundos, seguía dolido y enfadado por lo que había pasado. Pero Hild probablemente le había salvado la vida, pensó que lo mínimo que debía hacer era escucharla, así que asintió con la cabeza  

Hild cogió un saco que tenia atado al caballo y se apartaron un poco del campamento. Cuando estuvieron lo suficiente lejos para estar a solas, Hild se puso con la herida. Le quitó las vendas sucias, la limpió con un poco de agua, del saco cogió un tarro de cerámica que contenía una resina amarillenta y granulosa que restregó contra la herida; Bernhard hizo un mueca, eso escocía; por ultimo sacó una hoja verde y alargada, con la ayuda de un cuchillo la partió de adelante hacia atrás, dejando al aire una sustancia transparente y gelatinosa que aplicó sobre la herida; eso alivió el dolor del visigodo, y finalmente puso unos vendajes limpios. La tarea la hizo en silencio, no encontraba las palabras, no tenía fuerza suficiente para mirarle a los ojos. Finalmente recurrió a toda su fuerza de voluntad y las palabras fluyeron como un rio de emociones.

                —Se muy bien que cuando nuestros caudillos se convierten a la nueva fe, lo hacen por estrategia política, y sé que cuando lo hace nuestra gente, lo hacen su mayoría por no tener problemas. Pero mis padres se bautizaron porque de verdad creían, y yo también. Cuando me revelaste que tú y algunos más seguíais las creencias de siempre, me sentí halagada por tu confianza, pero al mismo tiempo una angustia terrible me invadió. Casarme con un hombre de tales convicciones, me convertiría en cómplice de las mismas. Mi corazón y mi mente batallaban sin tregua. Bartolomé supo manipular en mi confusión, y hacer que cometiera el mayor error de mi vida. Pero cuando vi que estabas en peligro, sentí un dolor como no he sentido jamás. Así que he tomado una decisión, no puedo creer que un dios de amor y comprensión repudie el intenso amor que siento por ti, aunque no sigas su voluntad. Si puedes perdonarme, seré tu mujer y ni siquiera intentaré disuadirte de lo que crees.

—Ahora soy un fugitivo —respondió el joven—. Ya no puedo regresar y tendré que huir hasta que se aclare todo esto o vuelvan mis hermanos.

                —Pues huiremos juntos —dijo ella acercándose a su cara y dándole un beso.

Ambos amantes se fundieron en un intenso beso, que acabó repentinamente al oír un grito.

                —Maldito perro visigodo —gritó el legionario que había recobrado la conciencia.

Tras calmarlo y explicarle la nueva situación, llegó el momento de las presentaciones.

Teodoro, era el que llevaba la voz cantante, menudo de talla y peso. Hablaba un latín más fluido que los otros dos, lo que era lógico por su etnia íbera. Honorio, el que portaba el arco, era más alto, fibroso y de mandíbula cuadrada, si Bernhard tuviera que apostar por una etnia diría que celtíbero, por las runas tatuadas en su brazo derecho. Agax sin ninguna duda era celta. Tan alto como Honorio, y más ancho, aunque no era más fuerte que este sino entrado en carnes, lo que le daba una cara rellena. Su pelo rubio y ojos verdes eran muy distintos a los de los otros dos.

                —Debemos movernos —Dijo Hild cuando terminaron de presentarse—. Horas después de que te fueras aparecieron más hombres en la granja. Interrogaron a tu esclavo pero como no les dijo lo que querían oír, lo mataron entre gritos de dolor —se le llenaron de lágrimas los ojos—. Iniciaron la búsqueda de ti y de Bartolomé; yo me escabullí en cuanto pude. Les llevamos ventaja pero a estas alturas ya estarán por el bosque, y el ruido que me trajo a mi hasta aquí lo han podido oír ellos.

                —Has demostrado coraje y astucia, visigodo. Además por lo que dice ella también sois prófugos como nosotros. Podríais uniros a nuestro grupo —Ofreció Teodoro.

                —Podrías unirte, o podrías no unirte —dijo Agax con semblante indiferente y un marcado acento que le hacía arrastrar las erres.

                —No le hagas caso —aconsejo Honorio —. Es de Gallaecia, allí hablan así —explico encogiéndose de hombros.

                —Estando todos juntos tenemos más posibilidades de sobrevivir —reflexionó Bernhard—. Está bien. ¿Cuál es el plan?

Mientras hablaban un enorme fogonazo iluminó el cielo nocturno retumbando un instante después, acto seguido empezó a llover; para cuando se pusieron en marcha caía un aguacero.

                —El plan actual —Dijo Honorio mirando al cielo—. Es llegar a nuestro refugio antes que nos mate la tormenta

Llegó otro relámpago seguido de su correspondiente trueno casi al unísono.

                —Eso ha estado cerca —exclamó nervioso Agax con su marcado acento.

—Con un poco de suerte la lluvia borrará nuestro rastro —dijo Teodoro gritando para hacerse oír sobre la tormenta—. Aún así hay que ser precavidos. Honorio quédate a retaguardia, borra todo posible rastro que dejemos y cerciórate que no nos siguen.

El celtíbero puso un mueca de desagrado pero aún así asintió con la cabeza, se puso la capucha de la capa y desapareció entre la espesura.

Continuara…



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